domingo, 2 de enero de 2011

¿Nos quedamos sin películas?

 El Universo sábado 25 de diciembre del 2010 Columnistas
 Cecilia Ansaldo Briones
El tema de la piratería intelectual está sobre la mesa. Nos moviliza, en mucho, a quienes apreciamos los productos de la imaginación y trabajamos con ellos. El invento de la fotocopiadora primero, de toda clase de máquinas reproductoras después; las vías abiertas de internet; pusieron a fluir por el mundo las palabras y las imágenes que nacen bajo firma específica. La autoría es un derecho de paternidad y maternidad irrenunciable, sin embargo, fuimos cayendo en el uso de las versiones de esos materiales que daban la espalda a la valoración económica de sus autores.

Primero fue por necesidad. Recuerdo mi deslumbramiento cuando, a inicios de los años ochenta, visité la biblioteca de una famosa universidad de Estados Unidos y aprendí a manipular una máquina de gran tamaño que en un lugar señero del acogedor ambiente permitía reproducir páginas y capítulos del libro que consultaba. No olvido que de esa manera conseguí, por primera vez, la Poética, de Luzán, un texto inalcanzable en Ecuador. Luego se impuso que los maestros entregáramos a los alumnos capítulos así copiados de esos libros que a nosotros nos costaba tanto encontrar para estar actualizados. Hoy, los estudiantes –deduzco que acuciados por la reducción económica– leen a través de internet y ni siquiera pueden imprimir páginas, cuya tinta tiene alto costo. Todo esto viene también afín a la real negociación clandestina que roba todo lo que puede: supimos que en Lima, la versión pirateada de El sueño del celta, la última de Vargas Llosa, “ahorraba” más de catorce dólares al comprador.

Ahora se trata de las películas. Su comercialización, en formato que fue variando de Betamax a VHS hasta llegar al cómodo DVD, nos ha cambiado la vida. Ya no tenemos que hacer fila en los cines o esperar un año para que las proyecte la televisión, están al alcance de la mano y no hay programa escolar o universitario que se precie de pedagógico que carezca de esa ayuda audiovisual. Lo ideal sería que todo ese despliegue de utilidad no atropellara los derechos de la pléyade de creadores que pusieron su contingente para que circulara tan apreciada obra. Pero entre lo ideal y las carencias, se abre el territorio de lo legal y de lo posible. ¿Acaso no ha sido legal cualquier clase de producto al costo de su ofertador parapetado en la ley de la oferta y la demanda? ¿Nos podemos quedar tranquilos bajo la idea de que pague quien pueda cuando se trata de productos de la cultura que hacen bien a toda la comunidad?

Lo posible define la gama de las oportunidades de consumo cultural (países más desarrollados como productores de libros y películas; mercados más amplios que estimulan la creación y circulación; precios asequibles –y esta categoría es tan evanescente como el aire en medios estrechos como el nuestro–). Con todo esto en la cabeza, el tratamiento desigual a los que comercian con películas piratas es un punto muy discutible. Dicen las autoridades que no es lo mismo tener un puesto de venta en un centro comercial que en la Bahía o en la esquina del barrio. Los tres ganan dinero de una misma fuente: la reproducción de un producto ajeno, sin respetar el derecho autorial. Debe haber un camino que zanje las diferencias, pero que lo haga sin volver a ubicar los consumos generales a esferas de envidiosa contemplación, que no deje sin trabajo a mucha gente, que no permita el mercado negro.

Y tomando en cuenta que sin libros y películas realimentaríamos la pobreza del espíritu.

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